martes, 9 de diciembre de 2008

nada


De expectativas mudas e irrazonables se tejen las redes de los sueños que suponen a su vez la urdidumbre de un futuro deseado. Quizá más de un presente.

Olvidar. No recordar qué fue de la memoria.

Ésa que inicialmente parece un don innato, ésa que parece tan nuestra como nuestros ojos, nuestras manos.

Sentir que se desvanecen las sombras de posibles recuerdos y que cada amanecer supone el comienzo de una nueva identidad. Que acarrea los rasgos mortales de nuestra esencia, pero no los hallazgos de anteriores pasos. No las palabras leídas. No las escuchadas. Nada.

café en mano


Y sí.
Que si estamos locos? Pues sí. Insisto, reitero, enfatizo, recalco!

Derivados de la locura más sana, nuestros cuerpos en silueta subían la cuesta de siempre tratando de pensar que era otra. Era siempre la calle Huertas, eran los clásicos bares que esperaban convertirse en usuales, la gente cercana a lo variopinto que yo imaginaba extranjera. Caminar por la calle de Huertas me daba la sensación de la novedad en lo conocido: la nueva vida en el viejo Madrid; otro giro de inflexión en la vida de espiral; una nueva perspectiva para quién perdió la mirada objetiva y no cree en volver a encontrarla.

En la esquina hacen los cafés y los churros en serie. Si te entazan el cafeto en poliespán aprendes a recorrer la calle entre lo ajeno del frío y la confianza del calor de café. Si existe el punto medio tiene que estar ahí: en subir Huertas con un café en la mano.

Trataré de escribir livianamente al olor de esa taza. Olvidaré las recomendaciones políticas, los sumarios ejecutivos y los análisis descriptivos de las operaciones de paz. Me centraré en las macetas de la terraza, en el agua resbalándose por el cristal de la ventana, en las toneladas de libros que pueblan los estantes. En los torbellinos de palabras de mi compañera de piso, en los futuros ex maridos, en la música invadiendo los rincones de nuestra nueva casa.