jueves, 21 de febrero de 2008

detalles



El traqueteo del tren mecía sus pensamientos hasta reconciliar unos con otros. Las ideas de desilusión y ocaso con las de querer amanecer. Los detalles. La obsesión por los detalles.

El primer detalle con el que se reconcilió fue la ligera torcedura de sus labios al reír. La inocencia no pretendida. La fortaleza heredada. Los contrastes graves que siempre lograban desarmarla. La paz de un sueño no inventado. La tranquilidad de una promesa sin mañana. No eran sólo unos labios y una mueca. Era la posibilidad de inclinarse sobre su hombro en cualquier momento de apacible espontaneidad. Era no pensar en nada. Frenar ese gesto de un beso y saber a sal.

La brutalidad de la incomunicación y la certeza de la explícita ausencia apagaron el sabor.

Pero hay más detalles con los que se reconcilia. De-ta-lles.

El tren para en la estación de Leylilaan y los autómatas suben y bajan del tren como hormigas con instrucciones precisas.

"Te regalo los sauces que aún no he visto si puedo recordar tu perfil sin que lo difuminen los días. Sin que se convierta en otro. Si me dejas tus detalles".

ola



Era metódico en sus quehaceres, sus trabajos y su vida. Se apartaba el flequillo de la frente siempre con la misma mano y llamaba a las cosas por su nombre. El suyo. El que él le daba.

Aventurero a su manera, recordaba las cosas como se recuerda un punto de luz una vez cerrados los ojos: desvaneciendose. Lo que los demás llamamos memoria de pez y él llamaba memoria desvaneciente. Esta peculiaridad me permitió desnudarme ante él mil veces por primera vez y llamarme Ana, Begoña, Andrea e Isabel. Su característica singularidad me ofreció a mi cien vidas.

Cada día era una sorpresa, cada playa un hallazgo y cada caricia un escalofrío.

Pero no llegó nunca la confianza que se destila del tiempo. De la repetición. Se nos olvidó darle nombre y, al verla desatendida, se la llevó una ola.