lunes, 6 de abril de 2009

batalla


Me exprimo, te veo, me explayo y ensayo.

Encendía todos los aparatos de la casa a la vez para no escuchar sus pensamientos. De tanto aturdimiento los pensamientos habían comenzado a experimentar un proceso evolutivo darwiniano según el cuál, los más fuertes se sobreponían al ruido y los demás perecían en la maraña de timbales y noticias radiofónicas. Los más fuertes emprendían entonces la batalla con el corazón. Pienso que debo, pero no me apetece. Debo, debo, debo. Debo de deber sobreponerme, pero no me apetece, no me va, no lo siento así.

El batallón emocional últimamente se había retirado al cuartel base y observaba atento desde el ventanal ventricular el desfile cerebral de los cálculos mentales y las ideas preconcebidas, las obligadas y las hijas de Sensatez. Mientras compartían unas pipas de girasol, el batallón comando de emociones se temía que le mandarían en misión especial en menos de lo que cantara un gallo.

El corazón lanzó la alarma y el comando salió a borbotones apisonando ruidos, pensamientos, equilibrios y demás entes prescindibles.

miércoles, 4 de febrero de 2009

caparazón



Se levantó como si nada pasara y descubrió que la piel le tiraba por todas partes. Creía recordar haberse echado algo de la crema hidratante la noche anterior y no entendía a santo de qué venía tanta tirantez.

La luz fuera era grisácea. Acariciaba las cortinas como si quisiera entrar. Pero no entraba.

Ella se desperezó asomando las manos bajo el edredón, estremecida por el frío y fue directa a la cafetera para lograr despertarse y comenzar el día sin sol. La piel seguía tirando, cada vez menos elástica y más dura. Con el café en la mano se dirigió al espejo para constatar que era ella, y no Gregorio Samsa, la que paseaba por la casa con ánimo sonámbulo. Para poder jurar que la dureza de su piel no significaba que se estuviese transformando en un escarabajo. Y así era. Seguía teniendo su cara, sus manos, sus ojos de dormida.

Él estaba también allí. Aún acurrucado en el calor. Sin querer mirar ni el gris del día ni la piel de su amada. Quería que pasase el día para recuperar horas de sueño y despertarse cuando hubiese un sol (algún sol) que acariciase sus cuerpos.

Ella hacia rodar los dedos por su cara frente al espejo. Se abrazaba a si misma y encogía los hombros para caber en su autoabrazo. No transpiraba, no sentía las caricias y los poros no dejaban que su amor saliera fuera. Era como si de repente su piel fuese una coraza. Su corazón, tierno, daba brincos con fuerza para descascarillar el abrigo invisible con su calor. Piedra pómez, martillazos, más crema, poemas de Pizarnick, de Cummings, Cinema Paradiso. Nada.

No se terminó el café. Volvió a mirar por la ventana y, total, como el día era gris y él seguía acurrucado bajo las nubes, decidió tumbarse a su lado para que al día siguiente el sol de primavera derritiese su cascarón.

martes, 9 de diciembre de 2008

nada


De expectativas mudas e irrazonables se tejen las redes de los sueños que suponen a su vez la urdidumbre de un futuro deseado. Quizá más de un presente.

Olvidar. No recordar qué fue de la memoria.

Ésa que inicialmente parece un don innato, ésa que parece tan nuestra como nuestros ojos, nuestras manos.

Sentir que se desvanecen las sombras de posibles recuerdos y que cada amanecer supone el comienzo de una nueva identidad. Que acarrea los rasgos mortales de nuestra esencia, pero no los hallazgos de anteriores pasos. No las palabras leídas. No las escuchadas. Nada.

café en mano


Y sí.
Que si estamos locos? Pues sí. Insisto, reitero, enfatizo, recalco!

Derivados de la locura más sana, nuestros cuerpos en silueta subían la cuesta de siempre tratando de pensar que era otra. Era siempre la calle Huertas, eran los clásicos bares que esperaban convertirse en usuales, la gente cercana a lo variopinto que yo imaginaba extranjera. Caminar por la calle de Huertas me daba la sensación de la novedad en lo conocido: la nueva vida en el viejo Madrid; otro giro de inflexión en la vida de espiral; una nueva perspectiva para quién perdió la mirada objetiva y no cree en volver a encontrarla.

En la esquina hacen los cafés y los churros en serie. Si te entazan el cafeto en poliespán aprendes a recorrer la calle entre lo ajeno del frío y la confianza del calor de café. Si existe el punto medio tiene que estar ahí: en subir Huertas con un café en la mano.

Trataré de escribir livianamente al olor de esa taza. Olvidaré las recomendaciones políticas, los sumarios ejecutivos y los análisis descriptivos de las operaciones de paz. Me centraré en las macetas de la terraza, en el agua resbalándose por el cristal de la ventana, en las toneladas de libros que pueblan los estantes. En los torbellinos de palabras de mi compañera de piso, en los futuros ex maridos, en la música invadiendo los rincones de nuestra nueva casa.