miércoles, 4 de febrero de 2009

caparazón



Se levantó como si nada pasara y descubrió que la piel le tiraba por todas partes. Creía recordar haberse echado algo de la crema hidratante la noche anterior y no entendía a santo de qué venía tanta tirantez.

La luz fuera era grisácea. Acariciaba las cortinas como si quisiera entrar. Pero no entraba.

Ella se desperezó asomando las manos bajo el edredón, estremecida por el frío y fue directa a la cafetera para lograr despertarse y comenzar el día sin sol. La piel seguía tirando, cada vez menos elástica y más dura. Con el café en la mano se dirigió al espejo para constatar que era ella, y no Gregorio Samsa, la que paseaba por la casa con ánimo sonámbulo. Para poder jurar que la dureza de su piel no significaba que se estuviese transformando en un escarabajo. Y así era. Seguía teniendo su cara, sus manos, sus ojos de dormida.

Él estaba también allí. Aún acurrucado en el calor. Sin querer mirar ni el gris del día ni la piel de su amada. Quería que pasase el día para recuperar horas de sueño y despertarse cuando hubiese un sol (algún sol) que acariciase sus cuerpos.

Ella hacia rodar los dedos por su cara frente al espejo. Se abrazaba a si misma y encogía los hombros para caber en su autoabrazo. No transpiraba, no sentía las caricias y los poros no dejaban que su amor saliera fuera. Era como si de repente su piel fuese una coraza. Su corazón, tierno, daba brincos con fuerza para descascarillar el abrigo invisible con su calor. Piedra pómez, martillazos, más crema, poemas de Pizarnick, de Cummings, Cinema Paradiso. Nada.

No se terminó el café. Volvió a mirar por la ventana y, total, como el día era gris y él seguía acurrucado bajo las nubes, decidió tumbarse a su lado para que al día siguiente el sol de primavera derritiese su cascarón.